domingo, 3 de diciembre de 2006

Autismo Infantil

Medio siglo después de que el psiquiatra Leo Kanner (1943) describiera el «autismo», los avances de la psicopatología en este campo han sido relativamente pequeños. Hoy, para la mayoría de los autores, sigue siendo un misterio, o como Uta Frith (1991 a) reconoce en su obra, un enigma aún por resolver.
El término «autismo» proviene del griego «autos» y significa «si mismo». Fue utilizado por primera vez por Bleuler (1911) para referirse a un trastorno del pensamiento que aparece en algunos pacientes esquizofrénicos y que consiste en la continua autorreferencia que hacen estos sujetos de cualquier suceso que ocurre. Sin embargo, este síntoma. tal y como lo acuñó Bleuler, no es posible aplicarlo al autismo infantil. Entre otras cosas porque autismo y esquizofrenia en los términos que Bleuler planteaba no son estructuras psicopatológicas que se puedan superponer (véase Polaina. 1982).
Aunque fuese Bleuler el primero que utilizó el término «autismo», se considera a Leo Kanner (1943) el pionero en la literatura existente sobre este trastorno infantil, al observar de forma acertada cómo 11 niños que sufrían alteraciones extrañas y no recogidas por ningún sistema nosológico eran coincidentes entre si y diferentes del resto de los niños con alteraciones psicopatológicas. Kanner (1943) lo describe como un síndrome comportamental que se manifiesta por una alteración del lenguaje de las relaciones sociales y los procesos cognitivos en las primeras etapas de la vida. Kanner entendió esta sintomatología como una alteración del contacto socioafectivo, lo que supuso que en las dos décadas posteriores la mayor parte de las investigaciones identificaran al autismo con los trastornos emocionales enfoque que desarrolló profusamente la escuela psicoanalítica (véase Baron¬Cohen.1993).
A partir de los años sesenta comienzan a diversificarse las líneas de investigación. Una de las más notables es la que, como hipótesis explicativa del autismo, postula la existencia de una alteración del desarrollo del lenguaje (Rutter, 1978a). Esta y otras aportaciones conducen a una visión más compleja del autismo.

Sin embargo la comprobación de que el trastorno del desarrollo del lenguaje no es capaz de explicar las alteraciones sociales ni los déficit cognitivos específicos de los niños autistas va a desembocar en sucesivos desacuerdos y controversias a la hora'~ de determinar los síntomas primarios que definen y caracterizan al autismo infantil (Hermelín y O'Con- ~ nor. 1970). Desde Tinbergen (1972), que enfatiza en la ausencia de contacto ocular de estos niños, pasando por Lovaas (1965) que hace hincapié en los déficit intelectuales, hasta Rutter (1966) y Rutter y Lockyer (1967), que aglutinan los síntomas hallados en estos niños en tres grandes áreas: (1) alteración de las relaciones sociales. (2) alteración de la adquisición y desarrollo del lenguaje y (3) presencia de conductas rituales y compulsivas.
A pesar de todo, hemos de reconocer que todas estas divergencias y controversias han estimulado el desarrollo teórico, metodológico y explicativo de la literatura sobre el autismo. En los años setenta y ochenta con la aparición de nuevas técnicas de exploración neurológica, neuropsicológica, neurofisiológica. etc., se da un espectacular avance en el conocimiento de este trastorno. Se inician nuevas áreas de estudio como la influencia que los aspectos evolutivos tienen en la patología de esta enfermedad (DeMyer, 1973): las relaciones entre autismo y epilepsia (Lotter. 197+; Stubbs, 1978; véase Diez Cuervo, 1993). Pero quizá lo que más refleja el avance de esta época es la utilización de las técnicas neurofisiológicas en el diagnóstico (Díez Cuervo, García de León y Gonzákz Sanz. 1988, 1989: Hutt. 1975; Ornitz, 1983. 1985; Small, 1975) y las técnicas de modificación de conducta en el tratamiento (Hensley, 19n: Lovaas. 1978; Shapiro, 1978; Schopler, 1978). Gracias a ellas, la eficacia terapéutica ha dado un gran salto cualitativo difícil de explicar en otros términos.
De forma alternativa a este desarrollo científico también han surgido elucubraciones teóricas, altamente especulativas, que enfatizan unas pretendidas habilidades específicas en estos niños que enfatizan unas pretendidas habilidades especificas en estos niños, mitificando en cierta forma su comportamiento. Así, la tesis de los idiots savants llevó a algunos autores a reconsiderar la casuística recogida en la literatura científica y re interpretar otros diagnósticos realizados como verdaderos autistas. Aunque se puede admitir un cierto romanticismo en esta visión del autismo, bien es verdad que este tipo de aportaciones apenas ha contribuido a un mejor conocimiento de este grave trastorno mental.
Por otra parte, si bien es cierto que se ha avanzado mucho desde que Kanner, allá por el año 1943, describiese el autismo, también es verdad que queda aún mucho camino por andar. El fracaso reiterado de la investigación en hallar la etiología de este síndrome, la controversia acerca de cuál es la mediación, influencia, importancia y combinación de los síntomas, así como su identificación, es probable que continúe durante algún tiempo.
A lo largo de este capítulo pretendemos realizar una síntesis lo más clarificadora posible de los hallazgos e intentos explicativos realizados sobre el autismo infantil.


B. EL CONCEPTO DE AUTISMO

El concepto de autismo ha sufrido diferentes reformutaciones en el transcurso de los años desde que Kanner (1943) lo definiera por primera vez. En la primera mitad de este siglo ya se habían descrito casos de niños con un trastorno mental grave que implicaba una severa alteración del desarrollo. Sin embargo, eran diagnosticados como demencia precoz, esquizofrenia infantil y demencia infantil, entre otros (véase Rutter, 1978b). El uso de esta terminología refleja una concepción del autismo como una clara extrapolación de las psicosis adultas, pero de comienzo más temprano, Si tenemos en cuenta esto, es fácil entender la excepcional importancia que tuvo la descripción que Kanner realizó del autismo infantil, dado que hizo avanzar los criterios diagnósticos al definir este síndrome haciendo hincapié en las conductas infantiles específicas y diferenciándolas de los criterios adultos (no en vano. hoy se sigue utilizando el concepto de «Síndrome de Kanner», para referirse al autismo infantil, término que siguen recogiendo las clasificaciones nosológicas de la OMS, 1992, y la APA,1994). Kanner definió el autismo como «una innata alteración autista del contacto afectivo». Lo patognomónico del trastorno es la incapacidad para relacionarse normalmente con la gente. Kanner, desde el primer momento, dio especial relevancia a los déficit interpersonales. Y aunque incluyó los problemas lingüísticos y cognitivos en su descripción, éstos pasaban a un segundo lugar con un menor peso etiopatogénico, lo que indujo, en años posteriores, a definir el autismo en términos de carencias emocionales y dificultades en las relaciones sociales.
Hasta los años sesenta no se dio un salto cualitativo en el desarrollo y profundización del concepto del autismo. Rutter (1968, 1974, 1978a) discrepó de Kanner en lo referente al contacto afectivo como rasgo primario o patognomónico y las alteraciones lingüísticas como síntoma secundario, consecuencia de la alteración afectiva. Rutter en su redefinición del autismo plantea un origen orgánico cerebral, aunque concibe el autismo como un «síndrome conductual" caracterizado por diversos síntomas que son comunes a todos los niños autistas y específicos de este trastorno. Además, hace hincapié en las alteraciones lingüísticas como síntoma primario, dada la incapacidad de la alteración emocional para explicar por sí sola este trastorno.
El mayor conocimiento que se va obteniendo sobre el peso que los diferentes factores tienen en el autismo va a ir relegando a un segundo plano la concepción kanneriana del síndrome como un trastorno socioafectivo. Además, el hecho de plantear la problemática autista en términos de "déficit» (problemas lingüísticos, simbólicos, perceptivos, de descodificación. etc.; véase Canal. 1994) condujo a que el síndrome fuese considerado en la categoría de «la deficiencia» más que en la de los «trastornos mentales», cobrando de esta forma un mayor peso etiopatogénico los problemas o déficit cognitivos por encima de los factores socioafectivos.
En un intento por llegar a un consenso interprofesional, y no en base a los datos científicos, la National Society for Autistic Children (NSAC) de Estados Unidos elaboró una definición ponderada por su comité técnico en 1977. Al igual que Rutter, hace referencia a un síndrome conductual y cuyos rasgos esenciales implican alteraciones en el desarrollo, respuestas a estímulos sensoriales, el habla, el lenguaje, las capacidades cognitivas y la capacidad de relacionarse con personas, sucesos y objetos.
Aún hoy sigue vigente la controversia sobre si son los factores cognitivos o los socioafectivos los rasgos esenciales en el diagnóstico del autismo. No obstante, quizá sea esta falta de acuerdo la que ha puesto de manifiesto que el trastorno autista afecta a una amplia gama de áreas del desarrollo cognitivo además de la afectiva, lo que ha desembocado en un amplio consenso que se plasmó en el DSM-III (APA, 1980), al considerar al autismo como un «trastorno generalizado del desarrollo», con la fina­lidad teórica de alejarlo definitivamente de las psi­cosis. De este consenso se han hecho eco las dife­rentes clasificaciones nosológicas. (CIE-10, 1992; DSM-IV, 1994) estableciendo como rasgos prima­rios tanto los factores socioafectivos como los cog­nitivos y conductuales, intentando recoger, de esta forma, las diferentes concepciones que se tenían del autismo hasta ahora.
Sin embargo, en estos momentos parece existir una cierta tendencia entre algunos clínicos en vol­ver al término original de autismo y abandonar el término «trastorno generalizado del desarrollo». En relación a este problema. Baird y Sil equipo (1990) hicieron esta recomendación al amparo de los ha­llazgos sobre el autismo, dado que se sabe que el autismo constituye un trastorno específico del de­sarrollo y no un trastorno generalizado. No obstan­te, la justificación de una recomendación de este ti­po tiene un objetivo exclusivamente clínico, y se desentiende de la perspectiva científica (Rutter y Schopler, 1993; Volkmar y Cohen. 1991).


CARACTERISTICAS DEL AUTISMO INFANTIL

1. Alteraciones de la conducta social
Los problemas que presentan los niños autistas en su conducta social es quizás el rasgo más conocido no sólo en la comunidad científica que investiga la problemática autista, sino también entre la socie­dad. Así, cuando se habla de un niño autista, la imagen que nos viene a la cabeza es la de un niño extravagante, encerrado en sí mismo, que no habla ni juega con nadie, como si viviera únicamente con­sigo mismo, ignorando al resto del mundo, incluso a sus padres y hermanos.
El desarrollo de la conducta social del niño au­tista va produciéndose en ausencia casi absoluta de reciprocidad social y respuesta emocional. Está cla­ro que el déficit social es más evidente en los pri­meros años de vida, de ahí que la mayoría de las descripciones sobre las alteraciones sociales de los niños autistas se refieran a las primeras etapas de la vida de estos niños y no a las etapas posteriores en las que se produce una frecuente variabilidad de estas alteraciones a lo largo del desarrollo. La compleja variabilidad observada en el comportamiento social llevó a algunos autores a proponer subtipos del autismo en función de la alteración social predominante en el niño. De esta forma Siegel y colaboradores (1986) basaron su tipología en los factores conductuales. Fein y colaboradores (1985) en las habilidades cognitivas, o Wing y Gould (1979) y Wing y Atwood (1987) hicieron hincapié en las características sociales de estos niños.
Wing y Gould (1979) establecieron tres patrones distintos de relación social a partir de su estudio epidemiológico: «aislado», que evita la interacción de forma activa; «pasivo», que soporta pasivamente la relación social, pero no la busca; y «activo pero extravagante», que interactúa de un modo extraño o excéntrico (véase Canal, 1994). Sin entrar en discu­siones sobre la fiabilidad y validez de estas tipolo­gías, lo que sí han dejado claro estos estudios es que no todos los autistas muestran el mismo tipo de alteración social, dado que muchos hacen intentos más o menos exitosos de acercamiento social, aunque utilizando estrategias conductuales inadecua­das.
A pesar de estas pautas diferenciales, podemos observar algunas conductas específicas de los niños autistas (Schreibman y. Milis. 1986) como la ausencia de contacto con los demás (o un menor contac­to) Y carencia de vínculo con los padres. Parece como si no «necesitaran» a sus padres. Con fre­cuencia, estos niños no gritan para llamar la aten­ción como hacen los niños normales, no buscan el contacto afectivo (besos, ternura) y nunca manifies­tan conductas anticipatorias de ser cogidos en bra­zos. Un ejemplo gráfico lo podemos observar cuan­do un niño autista se hace daño: rara vez acudirá a sus padres para que le conforten. Incluso podemos ver que aunque esté ausente el contacto afectivo, pueden mantener un contacto social con otros inte­reses; parece como si la otra persona fuese un «ob­jeto» que él utiliza para un fin determinado. Un ni­ño autista puede subirse en el regazo de su madre para alcanzar un objeto y no mirarla en absoluto: es como si la madre ejerciese la función de ser una «si­lla» necesaria para alcanzar el objeto.
Otra de las características esenciales del autismo, reflejada de igual forma por Kanner (1943). Runer (1978a) e incluso en el DSM-IV (1994), es la preo­cupación que tiene el niño autista por presentar la invariabilidad del medio. Estos niños muestran, con frecuencia, una hipersensibilidad al cambio. Manifiestan una gran resistencia a los cambios ambienta­les o a las modificaciones de sus pautas habituales, respondiendo a estos cambios con fuertes berrin­ches, incluso autolesionándose y oponiéndose sis­temáticamente a cualquier clase de cambio. Esta exigencia de invariabilidad se puede ver en la reac­ción de estos niños ante cambios como, por ejem­plo, que una silla de la cocina de su casa esté des­plazada unos centímetros o que las cortinas estén abiertas. En ocasiones, los niños autistas desarro­llan ciertas preocupaciones ritualistas, tales como insistir en comer siempre un determinado alimento, utilizar el mismo recipiente para beber, llevar siem­pre los mismos zapatos, memorizar calendarios e incluso normas. Rituales en los que invierten una gran cantidad de tiempo a diario (Schreibman y Mills, 1986).

2. Alteraciones del lenguaje
En la mayoría de los casos, la primera sospecha que tienen los padres de que su hijo tiene algún proble­ma surge cuando detectan que el niño no muestra un adecuado desarrollo del lenguaje. No es de ex­trañar que con frecuencia sean los especialistas del área del lenguaje (logopedas, audiólogos, psicólo­gos del lenguaje, etc.) los primeros en atender las demandas de los padres de los niños autistas, que aún no llegan a comprender el alcance del proble­ma que muestra su hijo (véase en el Volumen] de este manual el Capítulo 10, pp. 362-365).
La comunicación «intencional», activa y espontá­nea, que suele desarrollar el niño normal desde los 8-9 meses se ve muy perturbada o limitada en los ni­ños autistas. La falta de sonrisa social, mirada a las personas, gestos y vocalizaciones comunicativas son varias de las características más evidentes de su con­ducta. Estas dificultades se hacen aún más patentes a partir del año y medio o dos años de edad, en la que los niños normales hacen progresos muy rápidos en la adquisición del lenguaje y las conductas simbóli­cas (Riviere, 1988). Los niños autistas que llegan a hablar lo hacen de forma característica con unos pa­trones lingüísticos cualitativamente diferentes de los niños normales y de los niños con otros trastornos del habla (Runer, 1965; Ricks y Wing, 1976). Además, un alto porcentaje de autistas, se estima entre un 28 y un 61 por 100, no adquiere el lenguaje expresivo nunca (Canal, 1994). De esta población, sólo un 5 por 100 presenta una capacidad intelec­tual suficiente para adquirir el lenguaje, aunque con déficit muy graves de comprensión y mutismo.
Los autistas hablantes, además de adquirir el len­guaje de forma tardía, hacen un uso muy peculiar de él. Entre las alteraciones lingüísticas más fre­cuentes se encuentran la inversión pronominal, cuando el niño se refiere a sí mismo utilizando «tú» o «él» (como por ejemplo, cuando quiere pedir algo:¡ mamá, él quiere comer un caramelo!.
La ecolalia, repetición de las palabras o frases di­chas por los demás, puede tener lugar inmediata­mente después de que haya hablado el interlocutor, o después de un tiempo de demora (ecolalia retar­dada), que puede ser de horas e incluso días, lo que produce que en ocasiones las respuestas propias de una ecolalia retardada estén alejadas del estímulo original y resulten absolutamente extravagantes.
Hemos de aclarar que la ecolalia, como tal, no es específica de los niños autistas. El desarrollo del lenguaje normal incluye una fase en la que se pue­den observar conductas de ecolalia alrededor de los 30 meses de edad (Van Riper, 1963). Pero cuando persiste más allá de los 3-4 años empieza a considerarse patológica (Ricks y Wing, 1975)
Además de estas dos alteraciones, que quizá sean las más conocidas, el niño autista presenta muchos otros fallos tanto o más graves quc los an­teriores. Siguiendo con el lenguaje expresivo, mues­tran alteraciones fonológicas, semánticas, defectos en la articulación, monotonía y labilidad en el tim­bre y en el tono .de voz, y reiteración obsesiva de preguntas, entre otras. También los niños autistas tienen alterado el lenguaje receptivo, ya que presen­tan dificultades para atender y/o percibir la infor­mación, bajo nivel de comprensión geslUal. etc. (Bartak, 1977). Además, cuando hablan, con fre­cuencia no lo hacen con propósitos comunicalivos. Su uso del habla como medio de conversación es li­mitado, es casi imposible pretender que hablen de algo que no sea lo inmediato (Runer, 1978a). Tam­bién está alterada la capacidad para discriminar es­tímulos parecidos, análogos o semejantes. Confun­den las distintas modalidades sensoriales percibidas y se da un cierto predominio entre las distintas mo­dalidades receptoras, en función de las secuencias temporales y/o espaciales percibidas. El lenguaje expresivo no verbal (gestual) de los autistas también se encuentra alterado. Podemos observar discrepan­cias entre el lenguaje verbal y no verbal, muecas, tics y estereotipias, además de alteración o ausencia de contacto ocular. Incluso el habla de los autistas con menor grado patológico, que han alcanzado un lenguaje relativamente sofisticado, muestra una carencia de emoción, imaginación, abstracción y una literalidad muy concreta (Schreibman y Milis, 1986).


3. Alteraciones motoras
Otra característica de los niños autistas, incluida en los criterios diagnósticos, hace referencia a los res­trictivos patrones de conductas repetitivos y este­reotipados. Parece ser que la estereotipia refleja un déficit creativo asociado al autismo. Sin embargo, no están nada claros aún los factores subyacentes a este problema, puesto que también se observa este tipo de problemas en otros trastornos del desarro­llo, como el retraso mental
La conducta estereotipada, también denomina­da conducta autoestimuladota, ha sido descrita como un comportamiento repetitivo, persistente y reiterado, sin otra función aparentemente que proveer al niño de retroalimentación sensorial o cinestésica (Lovaas. Litrownik y Mann, 1971; Rincover, 1978). Estas conductas pueden incluir movimientos de balanceo rítmico del cuerpo, sal­tos, carreras cortas, giros de cabeza, aleteos de brazos o manos, o posturas extravagantes. Dentro de la motricidad más fina, este comportamiento puede incluir miradas a ciertas luces, «observan, la mano en cierta postura, mirar de reojo, girar los ojos o tensar los músculos del cuerpo. También se observan estereotipias motoras con materiales, como observar insistentemente un objeto girato­rio, dar vueltas a una cuerda. etc. En todos estos comportamientos parece que el núcleo central lo integra la estimulación visual y auditiva.
Esta claro que las conductas estereotipadas os­tentan un papel de especial relevancia en los niños autistas. La mayoría de estos niños emplean la ma­yor parte de su tiempo en estos comportamientos. De hecho, se resisten obstinadamente a los intentos de que abandonen estas actividades (Lovaas el al.. 1971). Diversos autores confieren a las conductas estereotipadas la responsabilidad de interferir en la responsividad del niño y en la adquisición de con­ductas normales. Mientras el niño autista esta en­tregado a la conducta autoestimuladora, se observa una total irresponsividad ante otros estimulos am­bientales que no sean los implicados en la conducta estereotipada (Kanner, 1943; Lovaas et all, 1971; Rincover, 1978).
Las conductas autolesivas suponen no sólo otra característica más de las alteraciones motoras que se observan en los niños autistas, sino que es la alte­ración mas dramática que presentan estos niños (aunque no es una característica exclusiva de los autistas, ya que también se puede observar en niños con retraso mental o en adultos con esquizofrenia). La conducta autolesiva implica cualquier compor­tamiento mediante el cual una persona produce daño físico a su propio cuerpo (Tate y Baroff, 1966). Los ejemplos mas conocidos de conducta autolesiva en los niños autistas son golpearse en la cabeza, morderse las manos (Rutter y Lockyer, 1967), golpearse los codos, las piernas, arrancarse el pelo, arañarse la cara y autoabofetearse. Incluso se han relatado casos de haberse arrancado las uñas a mordiscos o hundirse los ojos (Lovaas y Sim­mons. 1969).
Ademas del daño directo, la conducta autolesiva tiene otros perjuicios indirectos. Si la conducta es demasiado intensa (con peligro evidente para la vi­da del niño) será necesario constreñirles físicamen­te para prevenirla. No obstante, si la constricción se prolonga demasiado, puede producir otras altera­ciones estructurales en el cuerpo del niño (acorta­miento de los tendones, detención del desarrollo motor. etc.) como resultado de la no utilización de los miembros (Lovaas y Simmons, 1969). Otro per­juicio secundario es que esta conducta restringe y condiciona el desarrollo psicológico y educativo del niño (Carr. 1977).

4. Alteraciones cognitivas
El estudio de los procesos cognitivos de los niños autistas no sólo significa una fuente más de datos psicopatológicos sobre este trastorno. En los años setenta supuso una nueva concepción del autismo, distanciándose de las primeras conceptualizaciones kannerianas que enfatizaban la naturaleza socio­afectiva del trastorno (Rutter y Lokyer. 1967; De Meyer el aL, 1974). A pesar de la falta de acuerdo que hay entre los autores, parece quedar claro que existe un déficit generalizado en las diferentes áreas del desarrollo cognitivo. Los procesos atencionales, sensoriales, perceptivos, intelectuales, etc. se hallan claramente alterados en estos niños (Frith y Baron­Cohen, 1987; Lovaas et all, 1971; Rutter, 1967; Wing, 1976).
De los procesos cognitivos, los que más aten­ción han recibido son los procesos sensopercepti­vos y la capacidad intelectual, procesos que aca­paran la mayor parte de la literatura existente sobre las cuestiones cognitivas relacionadas con el autismo.

a) Capacidad intelectual.
Hasta hace pocos años se tenía la visión de que el niño autista tenía una inteligencia normal; su buena memoria automática, la ausencia de anormalidades físicas, etc. parecían apoyar la hipótesis de Kanner (1943). Sin embargo, los datos acumulados hasta el presente sugieren todo lo contrario.
Ritvo y Freeman (1978) indican que aproxima­damente un 60 por 100 de los niños autistas pre­senta un CI por debajo de 50, un 20 por 100 entre 50 y 70 y un 20 por 100 de 70 o más. Parece ser que los niños autistas obtienen mejores resultados en los tests que miden habilidades manipulativas o viso-espaciales y memoria automática, y registran un rendimiento significativamente inferior en las ta­reas que requieren un procesamiento secuencial (Hermelin y O'Connor, 1971, 1975; O'Connor y Hermelin, 1973; Ritvo y Freeman, 1978). Las in­vestigaciones posteriores han ratificado estas con­clusiones. Parece claro que los autistas procesan la información de forma cualitativamente diferente a los sujetos no autistas. Una evidencia de este proce­samiento diferencial se constata en el análisis de sus "habilidades especiales», o también llamadas por los investigadores cognitivos «islotes de habili­dad» (Baron-Cohen, 1993). Nos referimos a las ca­pacidades intelectuales que con frecuencia perma­necen extraordinariamente intactas y en algunos casos son superiores en los autistas. Es de todos co­nocido la habilidad que tienen algunos de estos su­jetos para memorizar listados, como la guía telefó­nica, el callejero de una ciudad, etc. Sin ir más lejos, pudimos ver en la película Rain man cómo se enfa­tizaba en las habilidades mnemotécnicas del prota­gonista, un autista cuarentón, que era capaz de me­morizar las cartas de póker que habían salido en el juego y predecir la probabilidad de aparición de una carta, o cuando realizaba mentalmente opera­ciones matemáticas complejas sín ayuda externa.
Al margen de las «habilidades especiales» que pueden mostrar estos niños, los datos apuntan que la capacidad intelectual de los autistas posee las mismas características que el resto de los niños (Rutter, 1978a), tiende a permanecer estable du­rante la infancia y adolescencia (Lokyer y Rutter, 1969) y puede ser un criterio predictivo de las futu­ras adquisiciones educativas (Bartak y Rutter. 1971; Rutter y Bartak, 1973).
Otra alteración cognitiva observada en [os au­tistas es el déficit conocido con el término «cegue­ra mental», (Baron-Cohen, 1993), esto es, una in­capacidad para atribuir estados mentales en los demás.

b) Atención y sensopercepción

Una característica esencial del autismo es la res­puesta anormal que estos niños tienen ante la esti­mulación sensorial. Sin embargo. a pesar de la can­tidad de datos aportados sobre esta alteración conductual, no podemos concluir que se trate de un problema perceptivo, sino más bien de sus pro­cesos atencionales, que son cualitativa mente dife­rentes del resto de los sujetos. Un niño autista pue­de no responder' a un ruido intenso y responder melodramáticamente al oír el ruido que se produ­ce al pasar la hoja de una revista. De la misma for­ma, puede no ver un objeto claramente visible y advertir un caramelo que se encuentra a más dis­tancia, o un hilo tirado en el suelo. Esta anormali­dad en la respuesta del autista se suele dar también en otras modalidades sensoriales como el olfato y el tacto. Pero de igual forma que con los estímulos visuales y auditivos, parece ser más una conse­cuencia de los procesos atencionales que de los perceptivos.
Diversos estudios han demostrado que los niños autistas responden sólo o un compo­nente de la información sensorial disponible, lo que llaman "hipersensibilidad estimular" (Koegel y Wilhelm, 1973; Lovaas el aL 1971). Por tanto, aunque los autistas pueden tener una estrategia perceptiva característica, parece claro que es más una consecuencia de los procesos atencionales, que harían referencia a una presunta «rigidez hi­peratencional, y no una alteración especifica de los procesos perceptivos (Wing, 1976).


CRITERIOS DIAGNOSTICOS

Los criterios diagnósticos del autismo se han ido modificando en el transcurso de los años paralela­mente a los cambios conceptuales que ha sufrido el término. Desde la concepción del autismo como una psicosis infantil en la que los criterios diagnós­ticos se centraban en las conductas bizarras, hasta la inclusión del autismo dentro del término genéri­co trastornos generalizados del desarrollo, enfatizando los déficit cognitivos que presentan estos niños, y llegando a la conclusión de que el criterio dife­rencial del autismo con respecto a los otros trastor­nos generalizados del desarrollo es la desviación más que el retraso en el desarrollo de los procesos cog­nitivos (Rutter y Schopler, 1993).
Por estas y otras razones, los principales sistemas de clasificación nosológica, DSM-IV y CIE-10, (véanse las Tablas] y 2), han reagrupado los crite­rios diagnósticos en tres comportamentales y un criterio cronológico. Con respecto a este último, se considera que debe manifestarse un retraso o des­viación de al menos uno de los otros tres criterios antes de los 36 meses de edad. En este aspecto po­demos observar que se han establecido criterios más restrictivos con respecto al DSM-I1I-R (J 987), donde se consideraba autismo tanto al que se inicia­ba antes de los 36 meses (autismo de inicio en la in­fancia) como al que se iniciaba posteriormente (au­tismo de inicio en la niñez). En el DSM-IV se exige que, al menos, una de las tres áreas alteradas (con­ducta social, comunicación o juego simbólico) mues­tre su retraso o desviación antes de los 36 meses.
En relación a los criterios relacionados con las conductas psicopatológicas, el DSM-IV los ha agru­pado en torno a tres grande, áreas. En la primera hace referencia a las diversas alteraciones que ocu­rren en las relaciones sociales, haciendo hincapié en el cómo de la alteración, más que en el cuánto. El segundo grupo de conductas psicopatológicas hace referencia al déficit en la comunicación contem­plando tanto el retraso en el desarrollo del habla como la desviación o déficit cualitativo de las con­ductas implicadas en la comunicación. De igual for­ma que en el anterior, el tercer grupo de criterios diagnósticos integra tanto los déficit cualitativos como cuantitativos de los patrones comportamen­tales, significados por los conceptos de restricción, repetición y estereotipia.
Por último, hemos de resaltar un quinto criterio que aparece por primera vez en los sistemas de clasificación DSM-IV y CIE-10. Se plantea el diagnós­tico diferencial con otros trastornos generalizados del desarrollo de reciente hallazgo: el síndrome de Rett y el trastorno infantil desintegrativo (Tsai, 1992 ; Volkmar. 1992).




Tabla 1
Criterios diagnósticos del trastorno autista (299.0) según el DSM-IV

A. Por lo menos deben estar presentes seis ítems de los puntos (1). (2) Y (3), Y al menos dos de (1), Y uno de (2) y (3):

1.La alteración cualitativa en la interacción social se manifiesta. al menos. por dos de los siguientes aspectos:
a.Alteración marcada en el uso de conductas no verbales. tales como la mirada directa (contacto visual cara a cara), expresión facial, posturas corporales y gestualidad para iniciar o modular la inte­racción social (por ejemplo. el sujeto no se acerca cuando se le va a dar la mano. se queda inmóvil si se le abraza, no sonríe ni mira a la persona cuando establece algún tipo de contacto social).
b.Fracaso para desarrollar relaciones amistosas adecuadas al nivel de desarrollo adquirido.
c.Incapacidad para la búsqueda espontánea del disfrute. intereses o logros compartidos con otras personas.
d.Carencia de reciprocidad emocional o social.

2.Existencia de alteración cualitativa en la comunicación. que se manifiesta. al menos. por la presencia de uno de los siguientes items:
a.Retraso en (o carencia total de) el desarrollo del habla (no va acompañado por un intento de com­pensar esta carencia mediante modos alternativos de comunicación tales como gestos o mimos).
b.En individuos con un desarrollo del habla normal se observa una alteración importante en la capa­cidad para iniciar o mantener una conversación con los demás.
c.Uso estereotipado y repetitivo del habla, o uso de un habla idiosincrásica (por ejemplo, ecolalia in­mediata o repetición mecánica de anuncios de TV).
d.Carencia de juegos imaginativos o de juegos de imitación social adecuados al nivel de desarrollo.

3.Patrones limitados, repetitivos y estereotipados de comportamiento como los manifestados por al me­nos uno de los siguientes items:
a.La preocupación, absorbente y estereotipada, por uno o más de los patrones de interés que resulta anormal en la intensidad o focalización.
b.Adhesión aparentemente compulsiva a rutinas específicas o rituales, no funcionales.
c.Manierismos matrices repetitivos y estereotipados (por ejemplo. sacudir o torcer la mano o el dedo, o movimientos complejos del cuerpo).
d.Preocupación excesiva y persistente por detalles o formas de distintos objetos (por ejemplo. olfatear objetos, examen repetitivo de la textura de los materiales. atención especial al volante de un coche de juguete).

B. Retraso o funcionamiento anormal desde antes de cumplir los tres años de edad, que afecta al menos a una de las áreas siguientes: (1) la interacción social. (2) la lengua como instrumento de comunicación social. o (3) el juego simbólico o imaginativo.

C. No cumplir los criterios del trastorno de Rett o trastorno infantil desintegrativo.






Esquema de los criterios de la ClE-10 para el autismo infantil

A) Se requiere que al menos en una de las siguientes are as haya habido un retraso o un patrón anormal de fun­cionamiento con anterioridad a los tres años:

A l. En el lenguaje receptivo y/o expresivo tal y como se utiliza para la comunicación social.
A 2. En el desarrollo de vínculos sociales de lectivos y/o en la interacción social recíproca.
A 3. En eljuego funcional y/o simbólico.

B) Alteración cualitativa en la interacción social recíproca.

C) Alteraciones cualitativas de la comunicación.

D) Patrones restringidos, repetitivos y estereotipados de conducta, intereses y actividades.

E) El cuadro clínico no es atribuible a otras variedades de trastornos profundos del desarrollo (síndrome de As­perger, síndrome de Rett, trastorno desintegrativo infantil) o a trastornos específicos del desarrollo del len­guaje receptivo con problemas socioemocionales secundarios, trastorno reactivo de la vinculación, trastorno desinhibitorio de la vinculación, retraso metal con trastorno emocional/conductual asociado o a esquizo­frenia de inicio infrecuentemente precoz.





E. EPIDEMIOLOGIA

El desarrollo científico sobre el autismo está plaga­do de multitud de problemas, polémicas y contro­versias, como ya ha quedado claro en este capitulo. Una de las consecuencias que esta problemática acarrea se comprueba en los datos epidemiológicos donde dependiendo de los autores se b3rajan diferentes estimaciones en la incidencia del autis­mo. Sin embargo. la cifra estadística que más fre­cuentemente se ha hallado es la de 4.5 por 10.000 niños desde que Lotter (1966) comenzase la inves­tigación epidemiológica, aunque la mayor parte de los autores cifran la incidencia de 2 a 4 autistas por 10.000 niños en la población de 8 a 10 años (Rivie­re, 1993. en Canal. 1993). De forma más consisten­te se ha hallado una ratio niño-niña de 4 a 1 (Lot­ter, 1966. 1978: Rutt y Oxford. 1971).


F. DIAGNOSTICO DIFERENCIAL
La heterogeneidad con que se presentan los casos de autismo, la multitud de síntomas o características conductuales descritas, las controversias habi­das (y por haber) sobre cuáles son necesarias para diagnosticar el autismo, plantean a menudo proble­mas no sólo en cuanto los criterios diagnósticos, si­no que también nos encontramos con la dificultad de establecer un “punto de corte” entre el autismo y otros trastornos que componen algunos síntomas, pero que no cumplen totalmente el conjunto de cri­terios diagnósticos aceptados por la comunidad científica (Wing. 1976). Por ello. no nos debe sor­prender que una de las razones de la mencionada heterogeneidad sea que en muchos casos el autismo aparece solapado con otros trastornos infantiles. Algunas veces como fruto de una patología especí­fica anterior, como la rubeola congénita (Coleman, 1976), esclerosis tuberosa (Lolter. (974), encefalo­patía (Wing y Gould. (979), lipoidosis cerebral o neurofibromatosis. En otros casos, el autismo se asocia a otros trastornos, como el síndrome de Down (Wakabayashi. 1979), o con crisis epilépti­cas que se manifiestan en la adolescencia (Rutter, 1978a; Díez Cuervo. 1989).
Sin embargo, la fuente de heterogeneidad que más problemas acarrea al diagnóstico del autismo procede del hecho de que este trastorno comparte ciertas características esenciales (síntomas prima­rios o rectores) con otras alteraciones infantiles. El autismo puede diferenciarse al menos de siete cate­gorías diagnósticas: esquizofrenia infantil, disfasia evolutiva, retraso mental, privación ambiental, sín­drome de Rett, síndrome de Asperger y los trastor­nos infantiles desintegrativos.

l. Esquizofrenia infantil

La esquizofrenia infantil es una categoría diagnós­tica que aglutina una gran diversidad de trastornos mentales infantiles. Desde tiempo atrás parece ha­ber venido cumpliendo la función de ser un cajón de sastre en el que se incluían las antiguamente llamadas “pseudopsicopatías”, alteraciones orgá­nicas e incluso alteraciones del lenguaje y de la in­teligencia (Bender, 1970; Goldfarb, 1961). Kolvin (1971) plantea que los niños desarrollan la psico­sis según dos modalidades. La primera debuta an­tes de los 3 años, con características autistas. La segunda inicia la sintomatología entre los 5 y los 15 años, con una significativa similitud a la esqui­zofrenia adulta.
Podemos concluir que la esquizofrenia infantil se caracteriza, y por tanto se diferencia del autismo en que es de inicio más tardío (después de los 5 ~ años), con presencia de historia familiar de psicosis, alteraciones del pensamiento (delirios), alteraciones de la percepción (alucinaciones), déficit psicomotrices y pobre salud física ( Wing, 1976).
Por otra parte, las respuestas a los distintos trata­mientos parecen discriminar entre la esquizofrenia y el autismo infantil. La esquizofrenia responde me­jor al tratamiento psicofarmacológico (Goldfarb, 1969), y el autismo responde mejor a las técnicas de modificación de conducta (Polaina, 1982).


2.Disfasia evolutiva

La disfasia evolutiva se puede definir como un retraso en la adquisición del lenguaje y la articula­ción. Por tanto, los niños disfásicos comparten con los autistas diversa sintomatología relacionada con la adquisición del lenguaje. Entre estas características comunes cabría destacar la ecolalia, la inversión pronominal, los déficit de secuenciación y los déficit en la comprensión del significado de las pala­bras (Churchill, 1972).
También podemos observar ciertos problemas sociales en los niños disfásicos, como consecuencia de sus problemas en el lenguaje. No obstante, está claro que los déficit que pre­sentan los autistas en el lenguaje son más graves y complejos que los problemas de los niños disfási­cos (Churchill. 1972: Rulter, Banak y Newman, 1971). Los niños disfásicos conservan su capacidad comunicativa, mediante el uso del lenguaje no ver­bal, manifiestan las emociones y son capaces de lle­var a cabo juegos simbólicos (Wing. 1976).

3. Retraso mental

Otro diagnóstico diferencial que debe establecerse, casi de forma obligada. es con el retraso mental. El denominador común entre autistas y niños mentalmente retrasados es. en este caso, la capacidad intelectual. A pesar de que Kanner (1943) sostuviese que los niños autistas estaban dotados de una inteligencia normal, ya ha quedado demostrado, como hemos comentado en páginas anteriores, que los niños autistas presentan una deficitaria capacidad intelectual que persiste a lo largo de su vida (Lock-yer y Rulter. 1969). Sin embargo, aunque se han re­ferido casos de niños retrasados con sintomatología autista (Wing, 1976), lo cierto es que los niños con retraso mental, como los afectados por el síndrome de Down, conservan su capacidad de interacción social y de comunicación, siendo en numerosos ca­sos incluso mejor que la de los niños normales.
Otro aspecto diferencial entre autistas y retrasados ¡mentales es el desarrollo físico, que permanece 'normal en los primeros y se ve afectado en los se­gundos. En general, los niños con retraso mental muestran un pobre rendimiento en todas las áreas intelectuales, en tanto que los niños autistas pueden tener conservadas e incluso potenciadas las habili­dades no relacionadas con el lenguaje, como la mú­sica, las matemáticas o las manualidades (Rimland. 1964; Rutter. 1978).




4. Privación ambiental

Aunque no se puede considerar a la privación am­biental como una categoría diagnóstica, sí está cla­ro, y la literatura refleja una gran diversidad de ca­sos, que es un agente causante de problemas y déficit en el desarrollo infantil. Así, la privación maternal, el abandono, los abusos y malos tratos, y la institucionalización pueden provocar efectos desoladores en el desarrollo infantil, como ya relata­ra ampliamente Spitz (1945). Sin embargo, estos niños, a pesar de que reflejen déficit o retraso en di­versas áreas, como la psicomotricidad, el habla, la afectividad. etc., cuando se les sitúa en un ambiente estimulante comienzan a recuperar esas habilidades aparentemente perdidas o inexistentes (Ornitz y Ritvo, 1976; Schafer. 1965), algo que no sucede en los niños autistas, que en la mayoría de los casos no recuperan esas habilidades deficitarias.


5. Síndrome de Rett

El síndrome de Rett fue denominado así en reco­nocimiento al investigador pionero de esta altera­ción infantil, el científico suizo Andreas Ren, que describió por primera vez el síndrome en 1966 co­mo un trastorno exclusivo del sexo femenino, ya que sólo lo detectó en niñas. Sin embargo, y aunque en 1974 el profesor Rett describió nuevamente más casos del mismo síndrome (21 niñas), no fue hasta 1980 cuando se reconoció la existencia del mismo en la literatura científica, sobre todo a partir de la publicación de Bengt Hagberg (1980), en la que describía otros 16 casos de niñas comparables a los casos descritos por Rett.
Esta profusión de datos y los posteriores hallaz­gos de Tsai (1992) han provocado que apareciese como categoría nosológica en las clasificaciones CIE-10 y DSM-IV.
Rutter (1987) lo describió como un «trastorno de deterioro progresivo asociado a una ausencia de expresión facial y de contacto interpersonal, con movimientos estereotipados, ataxia y pérdida del uso intencional de las manos». La existencia de este trastorno hace necesario establecer un exhaustivo diagnóstico diferencial sobre todo en el período inicial cuando puede confundirse fácilmente con el autismo, ya que después el curso y características de ambos difieren considerablemente (véase la Tabla 3). Como criterios diferenciales con el autismo no se detecta en el síndrome de Rett el ensimismamiento característico del autismo, ni las conductas ritualis­tas o estereotipadas.


Tabla 3
Criterios diagnósticos del trastorno de Ren según la DSM-IV

A.Desarrollo normal durante al menos los primeros seis meses de vida, manifestado por:
1.Aparente desarrollo normal prenatal y perinatal.
2.Aparente desarrollo psicomotor normal durante los primeros seis meses de vida.
3. Normal perímetro craneal al nacer.

B.Aparición entre los 5 y los 48 meses de los siguientes fenómenos:
1.Desaceleración del crecimiento craneal.
2.Pérdida del uso propositivo adquirido de las manos. con desarrollo de movimientos estereotipados de las manos (como de retorcer o de lavarse las manos).
3. Pérdida inicial de la vinculación social (que a menudo se desarrolla posteriormente).
4. Aparición de marcha incoordinada o de movimientos del tronco.
5.Marcado retraso y alteración del lenguaje expresivo y receptivo con retraso psicomotor severo.



6. Síndrome de Asperger

El síndrome de Asperger ha sido hasta hace relati­vamente poco tiempo una contribución científica proscrita por razones ajenas a la ciencia. A pesar de que Hans Asperger describiera en 1944 un síndro­me de características muy semejantes al síndrome descrito por Kanner un año antes, no ha sido hasta los años ochenta cuando la comunidad científica se ha interesado por el síndrome de Asperger (Wing, 1981; Wolfy Barlow, 1979).
Este síndrome es quizá el que más problemas acarrea en cuanto a su validez nosológica. No está demostrado hasta qué punto es una entidad dife­rente del autismo o un subtipo del trastorno autista, ya que ambos presentan déficit cualitativos comparables (Frith, 1991b; Rutter y Schopler, 1993; Wing, 1981; Wolf y Barlow, 1979). Una descripción pro­fana plantearía que los niños de Asperger parecen autistas de alto nivel, esto es, sin la afectación en el desarrollo del lenguaje. El diagnóstico del síndro­me de Asperger requiere la manifestación de faltl de empatía. estilos de comunicación alterados, inte­reses intelectuales limitados y. con frecuencia, \~n­culación idiosincrásica con los objetos (Ruuer, 1987). La eJE-lO, que también cuestiona la validez diagnóstica de este síndrome, incluye la presencia de conductas estereotipadas, repetitivas y restric­ción de éstas. Plantea como criterio diferencial del autismo la adquisición del lenguaje y el desarrollo cognitivo que con frecuencia son normales en los niños con síndrome de Asperger, quienes tampocO presentan los problemas de comunicación asocia­dos al autismo (véase la Tabla 5). Las cifras apun­tan una ratio niño-niña de 8 a 1. No obstante, estos datos clínicos no pueden considerarse como definitivos y se hace necesario, más que en ningún otro caso, nuevas investigaciones con el fin de clarificar y especificar si estos casos relatados como síndrome de Asperger representan una variedad subclínica del autismo o alguna categoría diagnóstica completamente diferente.

Tabla 5
Criterios diagnósticos del síndrome de Asperger según el DSM-IV

A. Alteración marcada y sostenida en la interacción social manifeslada por lo siguiente:
1. Marcada ausencia de sensibilidad de los demás.
2.Ausencia de reciprocidad social o emocional.
3.Raramente busca consuelo o cariño en momentos de malestar.
4.Fallo en desarrollar relaciones con compañeros de manera adecuada a su nivel de desarrollo.
5.Imitación ausente o alterada.
B.Repertorio restrictivo. estereotipado y repetitivo de comportamientos. intereses y actividades.

C.Ausencia de cualquier tipo c1ínicamente significativo de retraso general en el desarrollo del habla (p. ej., uti­liza palabras sueltas para los dos años. frases comunicativas para los tres años).

D.Ausencia de cualquier retraso c1ínicamente significativo en el desarrollo cognitivo, manifestado por el desa­rrollo adecuado para la edad de competencias de autonomía personal. conducta adaptativa y curiosidad por el entorno.

E. No c1asificable en cualquier otro trastorno generalizado del desarrollo.




7. Trastorno desintegrativo infantil

De igual manera que con los dos trastornos anterio­res (síndrome de Rett y síndrome de Asperger), con el trastorno desintegrativo infantil se hace necesario el diagnóstico diferencial de forma prioritaria.
En el trastorno desintegrativo infantil el criterio esencial es la manifestación de una regresión pro­funda y una desintegración conductual tras 3 ó 4 años de un aparente desarrollo normal, aunque las clasificaciones nasa lógicas adelantan la edad hasta los 2 años al menos (Rutter. 1987). Con frecuencia se observa un período prodrómico al que se asocia la presencia de irritabilidad, inquietud, ansiedad y una relativa hiperactividad: período al que sigue la pérdida del habla y del lenguaje, de las habilidades sociales, alteración de las relaciones personales, perdida del inierés por los objetos e instauración de estereotipias y manierismos (véase la Tabla 6). Como podemos observar en esta descripción clínica del trastorno desintegrativo, hay un evidente solapamiento con la sintomatología del autismo. La impor­tancia de estos casos de aparición tardía radica en la frecuencia con que este trastorno va asociado a alte­raciones neurológicas progresivas (ya sean congénitas o adquiridas) como la lipoidosis o la leucodistrofia.
En definitiva, encontramos dos razones funda­mentales para diferenciar los trastornos desintegra­tivos del autismo. La primera enfatiza que el perío­do de desarrollo normal es significativamente más largo de lo que usualmente se da en el autismo. La segunda subraya que el patrón de regresión es dife­rente, ya que habitualmente implica la pérdida de otras habilidades además de la comunicación y las relaciones sociales. De igual forma, tanto el curso como la descripción clínica del trastorno desinte­grativo difieren del síndrome de Rett (Runer y Schopler. 1993; Volkmar. 1992).



G. ETIOLOGIA
Aunque no se han determinado aún las causas del autismo. se han desarrollado un gran número de teorías, con mayor o menor validez explicativa. que desde diferentes enfoques y modelos intentan apro­ximarse a las raíces de este trastorno. Atrás parecen quedar los tiempos en los que el modelo psicoana­lítico pretendía responsabilizar a los padres como agentes causantes del autismo. Esta dramática hipó­tesis que logró culpabilizar a tantos padres estableció sus conclusiones mediante análisis a posteriori, lo que les llevó a confundir la relación causa-efecto, ya que postulaba como causa lo que a todas luces era una consecuencia natural de la convivencia dia­ria con un niño autista (que además era su hijo). Hi­pótesis de este tipo resultan hoy día insostenibles y ningún enfoque científico defiende semejantes es­peculaciones etiológicas.
Las teorías explicativas que imperan hoy día so­bre la etiología del autismo se pueden agrupar en dos grandes áreas. El primer grupo de hipótesis hace referencia a los factores genéticos y cromosómicos y a las variables neurobiológicas. El segundo integra las hipótesis que enfatizan los aspectos psicológi­cos (afectivos, cognitivos, sociales) que subyacen al comportamiento autista. Hemos de aclarar que estos dos grupos de hipótesis explicativas no son incom­patibles entre sí. El planteamiento de las hipótesis biológicas no conlleva el rechazo o negación de las otras. La actitud con la que debemos analizar estos intentos explicativos ha de ser integradora y comple­mentaria en aras de un mayor avance interdiscipli­nar, camino al que nos vemos abocados dada la ex­trema complejidad con que se nos muestra no sólo el autismo, sino toda la realidad humana.


Tabla 6
Criterios diagnósticos del trastorno desintegrativo infantil según el DSM-IV.

A. Desarrollo aparentemente normal hasta al menos los dos años, manifestado por la presencia adecuada para la edad de comunicación verbal y no verba), relaciones sociales, juego y conducta adaptativa.

B. Pérdida clínicamente significativa de competencias previamente adquiridas en al menos dos de las siguientes áreas:
1. Lenguaje expresivo o receptivo.
2.Conducta adaptativa o competencias sociales.
3.Control rectal o vesical.
4.Juego.
5. Competencias matrices.

C. Funcionamiento social marcadamente anormal, manifestado por cumplir los criterios A, B Y C del trastorno autista.


1. Hipótesis genéticas y neurobiológicas

En la investigación que aborda el estudio de los factores genéticos presentes en los trastornos psico­patológicos se parte desde dos enfoques. Por un lado, se pretende identificar una alteración genéti­ca conocida y estudiar el patrón comportamental anormal relacionado con esa determinada altera­ción genética. El segundo enfoque analiza e identi­fica un determinado patrón comportamental anor­mal e investiga la frecuencia con que aparece en la familia, lo que hace inferir la existencia de un mar­cador genético responsable de una alteración neu­robiológica subyacente al patrón conductual identi­ficado como anormal.
Con respecto al autismo infantil se han venido realizando ambos planteamientos. Entre los dife­rentes autores se admite la presencia de una altera­ción genética en el 10-20 por 100 de los casos, con la sospecha de que esta cifra irá en aumento a me­dida que avance el conocimiento y las técnicas de investigación en el estudio del DNA.
Los resultados del primer enfoque apuntan a la existencia de diversas anomalías en el cariotipo de algunos autistas, en los que se han detectado altera­ciones en la mayor parte de los pares cromosómi­cos (excepto en el 7, 14, 19 Y 20). Sin embargo, el síndrome X-frágil es la hipótesis genética que más interés ha suscitado. Plantea una falta de sustancia en el extremo distal del brazo largo del cromosoma X que afecta a ambas cromátides. Esta alteración fue asociada por primera vez con el autismo en el trabajo de H. A. Lubs (1969). Sin embargo, aunque se han llevado a cabo numerosas investigaciones, los resultados continúan siendo desiguales y poco concluyentes.
Desde el segundo enfoque se ha abordado la cuestión de la herencia genética que puede hallarse en el autismo. Los resultados demuestran una rela­tiva responsabilidad de los genes al comparar la frecuencia de autistas en la población general (2-4 por 10.000 habitantes) con la frecuencia del tras­torno entre hermanos, que se sitúa en un 3-5 por 100. y si los estudios son con gemelos monocigóti­cos las cifras aumentan hasta límites altamente sig­nificativos (Folstein y Rutter, 1977; Ritvo el aL, 1985) (véase Díez Cuervo, 1993)
Hoy están de acuerdo todos los investigadores, independientemente de su orientación teórica, en que el autismo infantil es un síndrome conductual con un origen claramente biológico. Sin embargo, sus causas todavía permanecen en el anonimato: aun­que se sospecha la influencia de factores genéticos, infecciosos, bioquímicos, inmunológicos, fisiológi­cos. etc., no se ha llegado a establecer aún una cau­sa concreta que explique la etiopatogenia del autis­mo. Uno de los factores que explican este fracaso es el hecho de plantear un único déficit básico. neu­robiológico o inmunológico, psicológico o social, para explicar la etiología del autismo.
A la hora de resumir el estado actual del conoci­miento sobre la etiología del autismo que manifies­tan los modelos neurobiológicos, invitamos al lec­tor a recordar lo que se comentaba en otro lugar puesto que seguiremos la estructu­ración etiológica (sin otro interés que el exclusiva­mente didáctico) que en dicho capítulo se sintetiza.
En cuanto a los procesos infecciosos, así como los déficit en el sistema inmunológico. se han lleva­do a cabo diversos planteamientos a raíz de los ha­llazgos que ha habido en este campo. El virus de la rubéola parece ser el proceso infeccioso que más se ha detectado en casos de autismo, aunque también se han descrito casos de autismo asociados a infec­ciones intrauterinas y posnatales causadas por dife­rentes virus (citomegalovirus, sífilis. herpes simples. etc.).
Estos resultados sugieren la hipótesis de que los niños autistas presentan un sistema inmunológico alterado, posiblemente como consecuencia de un defecto genético de los linfocitos T. lo que dismi­nuiría la resistencia del feto a los ataques víricos. Este déficit inmunitario plantea diversas explica­ciones: la mayor susceptibilidad del feto a la viriasis. ya comentada, y que las infecciones víricas son las responsables del déficit auto inmune, por haber sido expuesto el feto al virus en una etapa muy temprana


de la diferenciación inmunológica. Estos hallazgos y explicaciones han llevado a diversos autores a sospechar de la posibilidad de que el autismo in­fantil sea en realidad un trastorno auto inmune.
En relación con las alteraciones metabólicas, son diversas las causas que se han detectado como po­sible etiología del autismo. La enfermedad metabó­lica que ha tenido mayor confirmación es la fenilce­tonuria, relacionada por primera vez con el autismo por Friedman (1969), quien encontró un 92 por 100 de los casos con esta alteración metabólica.
En la actualidad, el hallazgo que ha cobrado más interés es la existencia de hiperserotoninemia de­tectada en algo más del 25 por 100 de los casos de autismo, con una alta correlación con historia fami­liar de hiperserotoninemia. Sin embargo, existe una gran controversia en torno a esta cuestión, ya que se ha encontrado hiperserotoninemia en una gran diversidad de trastornos sin sintomatología autista_ y este estado metabólico puede variar al tratarse la enfermedad subyacente, sin poder concluir que la disminución del nivel de 5-HT plasmático mejore la conducta autista. N o obstante. a pesar de esta controversia, está claro que la alteración de la 5-HT cobra una especial importancia en la produc­ción de los trastornos del desarrollo, ya que, entre otras cuestiones, participa en la neurogénesis de los primeros meses de vida embrionaria (véase Diez Cuervo, 1993).
También desde la neuropsicología se han plan­teado hipótesis distintas. Unos autores abogan por la disfunción cortical primaria como factor causan­te de las alteraciones autistas, mientras que desde otro enfoque se postula la disfunción primaria del tronco cerebral como variable etiopatogénica. Si te­nemos en cuenta las modernas técnicas de explora­ción neurológica, o neuroimagen, las hipótesis que se arguyen caminan de la mano de la técnica utiliza­da. Esto es, dependiendo de la capacidad explora­toria de la técnica, parece que se detecta una altera­ción o disfunción diferente Sin embargo. si bien no se puede rechazar la evidencia de que existen todas estas alteraciones psicobiológicas, sigue siendo cuestionable el papel que juegan todas ellas en la etiopatogenia del autismo infantil. Probablemente, como ya comentamos, no estemos ante una causali­dad única, ante un único déficit básico, y sí ante diversas causas etiopatogénicas que originan dife­rentes subtipos del síndrome autista, como puede ocurrir, de hecho, con el controvertido síndrome de Asperger, que en un futuro cercano se puede concluir que estamos ante un subtipo autista y no frente a un síndrome diferente.

2. Hipótesis psicológicas

De lo visto hasta ahora quedan dos cosas claras: (1) que el trastorno se encuentra en el sistema ner­vioso de los niños y no en el ambiente o en sus pa­dres, y (2) que o existe una amplia heterogeneidad biológica que causa diferentes subtipos de autis­mo. o por el contrario, las técnicas y metodología actuales no han logrado dar con la causa primaria común a todos los autistas. Sin embargo, están de acuerdo la mayoría de autores en los déficit cogni­tivos que presentan los niños autistas, y que dan lugar a otros déficit comportamentales y de rela­ción social.
La contribución de los modelos psicológicos al estudio del autismo se ha centrado en los proble­mas de comunicación, en las relaciones sociales y en los déficit cognitivos subyacentes. Aunque en los años sesenta y setenta se llevaron a cabo intentos explicativos tan dispares como la hipótesis parental del enfoque psicoanalítico o el enfoque etológico de Tinbergen y Tinbergen (1972), que postulaban como variable etiopatogénica un «estado básico motivacional de activación» que se explicaba en función de las pautas de crianza de los padres, he­mos de reconocer que ha sido el modelo cognitivo el gran propulsor en el conocimiento de los déficit psicológicos que están presentes en el autismo in­fantil (Rutter.1966. 1967.1968)
En estos últimos años se han retornado los dos viejos planteamientos: la teoría socioafectiva, ini­cialmente defendida por Kanner (1943) y replan­teada por Hobson (1983a.b. 1984), y la teoría cog­nitiva defendida por Leslie, Frith y Baron-Cohen, entre otros. Además se ha sumado una tercera teo­ría denominada cognitivo-afectiva propuesta por Mundy, Sigman. Ungerer y Sherman (1986).
Hobson (1984) postula en su teoría que la altera­ción en la comunicación que sufren los niños autis­tas es primariamente afectiva. Parte de que el ser humano, desde que nace,está orientado a lo social, lo que le da la capacidad de comprender las emo­ciones de las demás personas. Hobson sugiere que esta capacidad del niño para comprender las emo­ciones es algo más que cognición, por lo que esos estados mentales pueden ser percibidos directamente a partir del lenguaje no verbal gestual. Esta percepción de estados mentales es lo que Hobson denomina «empatía no inferencial», que se puede entender como un proceso propugnado biológica­mente para comprender las emociones. Por tanto, el niño aprende a concebir las cosas, al modo de los adultos, mediante las relaciones afectivas que enta­bla con ellos.
La teoría de Hobson (1989) se puede sintetizar en cuatro axiomas (como puede verse en la Figu­ra 1): (1) Los autistas carecen de los componentes constitucionales para interactuar emocionalmente con otras personas. (2) Tales relaciones personales son necesarias para la «configuración de un mundo propio y común» con los demás. (3) La carencia de participación de los niños autistas en la experiencia social tiene dos consecuencias relevantes: (a) un fa­llo relativo para reconocer que los demás tienen sus propios pensamientos. sentimientos, deseos, inten­ciones, etc. y (b) una severa alteración en la capaci­dad de abstraer. sentir y pensar simbólicamente. (4) La mayor parte de los déficit cognitivos y del len­guaje de los niños autistas son secundarios y man­tienen una estrecha relación con el desarrollo afec­tivo y social.
La hipótesis cognitiva propuesta por Leslie y Frith (1989) Y Leslie y Happé (1989) postula que los problemas sociales y de comunicación de los ni­ños autistas se deben a un déficit cognitivo específi­co, en concreto a una alteración en lo que estos autores denominan. «capacidad metarrepresenta­cional», con la que intentan dar explicación a los procesos subyacentes al desarrollo normal que es­tán alterados en la comunicación y en las relaciones sociales de los niños autistas. La capacidad metarre­presentacional es la responsable de que los niños puedan desarrollar el juego simulado y de que pue­dan atribuir estados mentales con contenido a otros. Sin embargo, la evidencia experimental ha de­mostrado que también existen otras habilidades que no implican metarrepresentaciones, y se en­cuentran alteradas en los niños autistas, como en las habilidades comunicativas prelingüísticas o en las habilidades para apreciar el significado de las expresiones afectivas. Por ello, deben existir otros mecanismos distintos del metarrepresentacional que se alteren previamente (véase Canal. 1994).





















La hipótesis cognitivo-afectiva critica esta cues­tión de forma implícita al postular que las dificulta­des comunicativas y sociales de los niños autis­tas tienen su origen en un déficit afectivo primario que se halla estrechamente relacionado a un déficit cognitivo, también primario (Mundv et all, 1986). Estos dos déficit son los que causan las dificultades en la apreciación de los estados mentales (Teoría de la mente) y emocionales de otras personas, dificultades que están en la base de la alteración del proceso de interacción. lo que explica los fallos que muestran los niños autistas en la comunicación, la conducta social y el juego simbólico.
Las críticas que ha recibido la hipótesis cogniti­vo-afectiva sobre todo por parte de los defenso­res de la hipótesis cognitiva se centran tanto en el déficit afectivo como en el déficit en percibir con­tingencias, ya que una dificultad en procesar expectativas de contingencia implicaría que los au­tistas fuesen difíciles de condicionar algo que la evidencia empírica ha rebatido en sucesivos estu­dios.
En posteriores reformulaciones de la teoría cognitivo-afectiva, sus defensores descartan la hi­pótesis del procesamiento de contingencias y pos­tulan como responsable de la alteración en la atención gestual conjunta la existencia de un défi­cit en la regulación de la activación (Dawson y Lewy, 1989), que alteraría la comprensión del va­lor del afecto como señal y. por t::mto, también se vería alterada la atención gestual conjunta, así como la comprensión de estados mentales y afec­tivos (véase la Figura 2).

1 comentario:

Witilongi dijo...

Ay qué larguíiiisimo, me ha costado bastante llegar al final y con la letra tan pequeña!!